Hay un lugar en el mundo donde los murmullos no cesan, donde la alegría de los tiempos que pasaron se escuchan aún, como si las auroras de gloria y de sangre no se desvanecieron jamás. Hay un lugar en el mundo donde las cosas —las hojas— refulgen con el brillo de la vida y de la muerte, con el hálito de los deseos y de las desesperanzas. Yo sé que hay un lugar en el mundo donde los fantasmas trasiegan sin descanso, ocultando sus rostros que no siempre son ajenos, que no siempre están hechos con la piel de los otros. Hay un lugar en el mundo donde son insistentes los sueños de las fundaciones y de la tierra alterada, del esplendor de la riqueza y del dolor de los encuentros, de los sacrificios y de las ofrendas, del amor, del rencor, de la ambición humanos. Y hay un lugar en el mundo donde también es insistente el sueño de una mujer misteriosa que huye entre los arbustos aunque muy pocas personas la recuerden al despertar. Sí, yo sé… —¿cómo no saberlo en el amargo transcurrir de los tiempos espectrales?— yo sé que a pesar de los murmullos y de los sueños, ninguna memoria puede haber en este lugar del mundo que fue hecho para el olvido.